La gente casi no se acuerda del Chaitén pre-erupción del volcán del mismo nombre en la primera década de este siglo, pero era una ciudad bonita, bien estructurada, con calles anchas, con espacios para el alcantarillado, con cuadras amplias y bien planificada. Ahora está igual y casi sin huellas de la tragedia salvo el aeródromo que se trasladó a Santa Bárbara, bastante más lejos del que se usaba antes y una cuantiosa inversión en la Costanera y algunos puntos estratégicos. El gobierno quiso trasladar la ciudad a Santa Bárbara, pero no se logró mover a la gente: así pasan las cosas cuando se hacen desde Santiago o desde Puerto Montt sin consultarle a quienes gozan y sufren diariamente del vivir. O sea, la ciudad está ahí mismo.

Chaitén es amigable. Rodeada de cerros y con una vista espectacular al mar y al Volcán Corcovado parece una pintura de las antiguas, tiene mucha gente viviendo de la burocracia estatal, sin base económica que la sustente como sucede a menudo en la Patagonia. Los alrededores son preciosos, andar pocos kilómetros y encontrarse con Chaitén Viejo o con la desembocadura del Río Yelcho. Otros kilómetros adicionales y estamos en las Termas del Amarillo que recién están levantando cabeza luego de un aluvión que las arrasó completamente. 

Ahí también están los parques de Tompkins, el mítico norteamericano que compró tierras por doquier y dividió en dos mitadas a la gente: unos que decían que estaba haciendo un tremendo negocio comprando tierras baratas para arreglarlas un poco y venderlas caras y otros que pensaban que era un filántropo amante de la naturaleza. Cuando murió trágicamente todos se dieron cuenta que había dicho la verdad. Hoy todas sus tierras forman parte del más grande parque que nunca nadie imaginó y que Chile está tratando de desarrollar.

 

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